viernes, 29 de abril de 2011

El Amor a la Máquina


El ser humano desarrolló la tecnología para economizar el tiempo y facilitar su existencia. Pronto, se volvió tan adicto a la artificialidad, que la convirtió en una cuestión sentimental.
Sí, el hombre se enamoró de sus ferrosas creaciones y las sintió bellas.


Consideró que el tren era el escenario perfecto para las despedidas románticas.
El marchar de la locomotora marcaba el instante donde lo bueno se acaba, lo mejor se aplaza y la incertidumbre se agolpa.


Una máquina tan horrible como el tren de vapor terminaba por expresar la fragilidad de la vida.
Lucía tan bonita al alejarse como entusiasta parecería a su regreso.


El ser humano también cayó seducido por el coche.
Diseñó sus curvas como si fueran un cuerpo de deseo. Y luego aminoró sus marchas e intensificó sus lujos, para que un paseo en motor se asemejase a un polvo.
El vehículo se hacía una prolongación del falo, un simulacro de potencia, donde ir más rápido y apretar más duro se presume más placentero.


Se enamoró también de las industrias, sobre todo cuando desaparecían.
Llegaron las crisis y cerraron las fábricas. Entonces, echó de menos el ruido repetido de los días laborales y añoró las fábricas que antes odiaba.
Al fin y al cabo, sus benditas máquinas le permitían llegar a fin de mes.


Se enamoró también de las armas en momentos de guerra, porque eran las únicas cosas en las que podía confiar.
Y cuando llegó el bienestar, empezó su idilio con los electrodomésticos.


Tanto amor que, poco a poco, el ser humano decidió no salir de casa, porque allí tenía todo lo que había deseado.
Ya no podía vivir sin la lavadora, sin el secador de pelo, sin el portero automático. Oh, máquinas everywhere, ¿quién las teme?


Cuando el ser humano vio su reflejo en la luna del televisor, ignoraba lo que estaba a punto de suceder.


El mayor romance jamás conocido se viviría con esa caja de programas y seriales, donde la gente gritaba mucho y se emocionaba por episodios, entre anuncios de detergente y mentiras bien servidas.


Se imaginó con micrófonos de gloria, se contó en circuitos y consideró el ordenador como el mejor amigo que había tenido nunca.
El ser humano terminó por imaginar el futuro como el triunfo absoluto de la tecnología, con metrópolis de acero, robots dolientes y teclas que pueden cambiarlo todo.


La muerte de la tecnología, sus fallos y sus programadas obsolescencias indignan y exasperan.
Pero nadie lo duda: si un aparato se rompe, se reemplaza por otro, quizá más bello, tal vez más eficiente.


Hemos buscado la perfecta esclava en la maquinaria.
Las máquinas no se cansan, ni se quejan, y tienen la capacidad de repetición exacta que jamás ha tenido ningún ser vivo.


Se quieren por leales, disciplinadas, a nuestro servicio. Conceden la posibilidad de vivir una relación dominante, donde no hay problema en dar una patada si algo falla.
Las máquinas no se marcharán. Sólo seguirán adelante e intentarán arreglarse solas.


Entre golpes, ruidos y enchufes, nos llega la verdad.
Queremos a las máquinas más que a nosotros mismos, nos completan y ya se cuenta nuestra existencia a través de ellas.


A veces, se muere por las máquinas, descontroladas, inútiles, peligrosas, más humanas que nunca.


Se las perdona y se vuelve a ellas, una y otra vez. Una cuestión sentimental.

jueves, 28 de abril de 2011

Suit Up!


Son los vestidos para la ocasión, ideales para el evento, síntomas de lujo y procuradores de una exquisita seducción.
Los trajes masculinos suponen la opción más elevada de un armario, y el terreno a labrar por cada diseñador de moda que espere conquistar a los varones.


Si el desaliño tiene el encanto de lo natural, el traje de chaqueta despierta el ardor de lo impecable.
Las formas rectas favorecen; la sobriedad del conjunto motiva morbo.


Los hombres de Hollywood se han encomendado a las grandes sastrerías para sus momentos de elegancia propia o atribuida.


El estilo trajeado conoce un largo trecho, que va desde aquellas americanas Armani de Don Johnson hasta los milagrosos tuxedos de Alexander Skarsgard, diseñados por Tom Ford.


Un traje nunca falla. Cary Grant marcó la pauta y enseñó a todos los hombres del mundo cómo llevarlos.


Desde entonces, es elección favorita de muchos héroes.
James Bond siempre lo ha considerado el uniforme preciso, tanto para visitar el casino como para desactivar bombas contrarreloj.


El buen traje masculino se diseña con la intención de contener cuerpos voluminosos, parecerlos ligeros y, además, que resulten cómodos a los que los visten.
Porque una mujer bien sufre con vestido piñata y taconazo de justicia, pero un hombre se queja con lo mínimo que le apriete.


Aparte del imperante tomfordismo, "Inception" nos recordaba las posibilidades estéticas de los trajes masculinos.
Se insertaban dentro de un diseño de vestuario apoteósico, firmado por Jeffrey Kurkland.


El mejor parado dentro del reparto fue, sin duda, Joseph Gordon-Levitt, delgadez de muchacho contrarrestado con hombreras de impresión.
De resultas, ideal nene para sobrevolar sin gravedad.


Posibilidades visuales del traje, y también capacidades eróticas.
Una productora de cine porno gay, de nombre Menatplay, explota los escenarios donde los trajes son obligados.


Se mueve en el mundo de la oficina y el trabajo empresarial, donde los ejecutivos llevan corbata y chaqueta todo el santo día.
Asimismo, Menatplay también se sumerge en el universo de las reuniones privadas de alto standing, donde se juega a las cartas, se fuman puros y se bebe cognac.


Hagamos hoy caso de Barney Stinson.
Abotonemos nuestras camisas con premura y vistamos la chaqueta, sintiendo el suave tacto del paño.


Coloquemos los pulidos zapatos, del tal manera que sean la prolongación de este suit de altos vuelos.
En el espejo, irrumpe una elegancia que parecía extranjera a nosotros.
Mientras hacemos el nudo de la corbata, recordemos todos los pasos. Simplemente, para poder hacerlos a la inversa.


Porque no importa tanto saber ponerse el traje como encontrar la ocasión de quitárselo.
Será entonces cuando empiece la verdadera fiesta.

miércoles, 27 de abril de 2011

Balas sobre Chicago


Hoy es un cliché de todo retrato de lo criminal.
Al Capone representa el gángster histérico, que usa su cigarro puro y su infinito sadismo como apéndice y contrapunto de su pequeñez física y moral.


Es esa misma imagen del italoamericano violentado, que planea asesinatos mientras engulle un plato de pasta.


El cine convirtió a Capone en aquel gran villano que se reía de placer mientras descerrajaba con la Thomson.


Contar la historia real de Al Capone es narrar su leyenda.
Bajo el amparo de Johnny Torrio, el 'Scarface' voló de Brooklyn hasta Chicago, desde chófer de mafioso hasta soberano indisputado de las calles.


Cuando se estrenaron "Little Caesar" y "Scarface", las primeras películas que lo retrataban bajo licencia, Capone ya era sinónimo del Mal.


Pero nunca se ha retratado correctamente el principio de la saga caponesca, cuando era un personaje aplaudido por muchos y obviado por otros tantos.


Con la Ley Seca, Capone se consideró, durante muchos años, como un mal menor e inevitable.
Su reinado en Chicago no sólo se debió a la violencia ejercida de las más variopintas maneras, sino también a las estrategias populacheras.
Al Capone y sus esbirros decían vender protección, y pedían vista gorda a cambio.


En su gran momento, Capone consiguió que su favorito para la alcaldía ganase las elecciones.
Y, cuando éste lo irritó en público, el gángster no tuvo complejos en golpear a su señoría en plenas escaleras del Ayuntamiento.


En poco tiempo, Al Capone se había elevado como el rey de la ciudad, a través de los sobornos, el contrabando de alcohol y la prostitución.
Se cuenta que Capone entrevistaba personalmente a las candidatas de sus burdeles; la naturaleza de estas "entrevistas" no necesita mayor explicación.


Y llegó la Matanza del Día de San Valentín, considerado el suceso mafioso más espectacular de la Historia.
1929, un garaje, siete cadáveres, siete balazos.


Nadie sería juzgado jamás por el caso, pero, en retrospectiva, esa boutade de sangre y disparos fue el mayor error de cálculo de Capone.
El asco generalizado ante la matanza desterró cualquier simpatía hacia el autoproclamado Robin Hood de la gran ciudad.


"Doy a la gente lo que quiere. Lo mío es un servicio público", decía hasta ese momento.
Acabar con la banda rival acrecentó su poder, pero lo hizo infame y colocó su nombre en la prioridad de las investigaciones federales.


Durante su carrera criminal, Al Capone había escapado de la justicia con un garbo insólito.
Al principio, por suerte; luego, como muestra de su influencia en todas las esferas públicas de Chicago.
De resultas, casi una broma. Dos años después de la Matanza de San Valentín, Capone era encarcelado por evasión de impuestos, el único delito que la justicia pudo probar.


Desde allí, siguió controlando el cotarro, y se revelaba como una alargada sombra sobre los eventos que ocurrían fuera.
Terminó aislado en la legendaria prisión de Alcatraz.
Allí perdió todo contacto con el exterior, y la abolición de la Ley Seca supuso el final definitivo de su emporio.


En Miami Beach, pasaría sus últimos años, incapaz de recuperar lo que había arrebatado.
La sífilis, contraída en su juventud, le cobraba una factura devastadora a su cerebro.
Cierto doctor llegó a diagnosticar que Capone tenía la capacidad mental de un niño de 12 años, allá por 1946.
Al año siguiente, entre delirios y paranoias persecutorias, murió. A su alrededor, el silencio.


Una perversión de la democracia, un accidente insorteable de toda ciudad populosa, una colección de crímenes impunes, ¿quién es Al Capone?


Su historia demuestra que, a veces, basta con poseer un descomunal sentido de la oportunidad.
Sólo así se entiende cómo un hombre insignificante pudo llegar tan alto.

lunes, 25 de abril de 2011

Sacacuartos


Cuando un esquema triunfa, se hace modelo a seguir. Miles de películas se engarzan en otras, siguiendo su estela exitosa y aspirando repetirla.
Secuelas, remakes, refritos, fórmulas; el cine de Hollywood es estándar y quiere conquistar al público con la sensación de ofrecerle un producto que parece nuevo, pero suele ser derivativo, terciario e incluso decadente.


En otros tiempos, el celuloide norteamericano se mostraba más consciente de sus pestiños y subproductos.
Antes, las malas películas no se estrenaban en otros países, o iban señalizadas como tal, destinadas a matinées, videoclubs o sesiones de relleno.


Ahora las majors no sólo emplazan el cine malo en todo el mundo, sino que lo imponen, distribuyendo su catálogo en lotes.


Es decir, para que cualquier sala de cine pueda comprar una buena película norteamericana, obligatoriamente tiene que adquirir y exhibir otras tres, de menor calidad y relevancia.


Es una estrategia salvajemente capitalista, que asegura el monopolio y llena los carteles de títulos yanquis.
Cinematografías de otros países y tendencias quedan desterradas.


La publicidad y el marketing redondean el negocio y terminan por hacer imprescindibles películas que no lo son en absoluto.
Es una gran estafa a nivel internacional. Se vende caca por porcelana, y así se cuenta la aspiración del más caradura cine sacacuartos.


El verano pasado, quedó claro que el público se ha dado cuenta de la patraña.
Títulos como "Prince of Persia" o "Sex and The City 2" son pésimos desde su pobre punto de partida.
El olor a aceite quemado ha sido tan contundente que no han convencido ni al más benevolente de los espectadores.


Aún así, fueron distribuidas sin complejos por todo el mundo.
Porque, además de timar con bodrios, se planea amortizarlos con una oportuna gira global.


Aunque exprese la triste realidad de la hegemonía del imperio, ejercida a través de sus falsos diamantes, los espectadores hemos saltado al abordaje, con la revolución pasiva del download.
Muchos productores audiovisuales y discográficos podrían darse cuenta que la piratería ha sido la respuesta inevitable del público ante esos productos sacacuartos que nos han colado periódicamente.


El espectador no se fía. No está seguro al pagar una entrada de cine ni comprar un disco completo. Porque lo ha hecho antes y no le ha satisfecho.
Fue a por un muestrario de glamour y obtuvo dos horas de aburrimiento. Acudió a por una canción seductora, y observó que era la única entre veinte temas mediocres o repetitivos.


En momentos de crisis, impera el ahorro, y el miedo a la estafa se hace mayor.
Si huele a chamusquina, el espectador no saldrá de casa ni aportará nada de su bolsillo.
Muchos dicen sorprenderse cuando el disco de la cautivadora Adele se vende sin problemas, en la época del Itunes y del Spotify.


Es simplemente una cuestión de calidad. Lo realmente válido, lo fácilmente accesible, se abona sin complejos.
Lo otro se descarga, se visiona y se da gracias al Cielo por no haber pagado por semejante infortunio.