miércoles, 29 de febrero de 2012

Gloria y Caída de Pickfair


En una fiesta, allá por 1917, Mary Pickford conoció a Douglas Fairbanks.
Ella estaba casada y bien atada, por lo que Mary y Douglas tardarían tres años en formalizar su cuchicheado romance.


Tras un divorcio interminable y ante un público frenético con la sola idea de verlos juntos, Fairbanks y la Pickford se maridaron en 1920.
Fueron la primera pareja celebrity; de cuando el cine era mudo, el público, inocente y las miradas, encandilantes.


Con personalidades como Mary y Douglas, el cinematógrafo comenzaba a ser cosa de furor mitómano y acontecimiento universal.


Durante una década, se nombraron reyes. Él era el héroe infalible y ella, la candorosa ingenua.
Douglas Fairbanks, todo capa y espada, incorporó a Robin Hood, el Zorro y el Ladrón de Bagdad.
Mary Pickford se vestía de trenzas y orfandad para niñas luchadoras como Pollyanna, Rosita o Ana de las Tejas Verdes.


La imagen definía a los actores.
Mary y Douglas se limitaban a repetir una y otra vez el mismo drama y la similar aventura, dentro de sus respectivas películas.
Incontables, muchas perdidas.


Con tanto caché, su matrimonio se vio como un golpe de Estado contra los mandamases financieros del cine.


Por primera vez, los actores demandaban derechos artísticos con el aval de sus bien ganados cetros.
Fairbanks y la Pickford recordaron que, sin el poder de los intérpretes, el cine era nada.


Crearon la productora United Artists en 1919, a cuya fundación se unieron Charles Chaplin y D.W. Griffith.
La United Artists supuso otro alarde de independencia para gestionar y controlar sus propias obras.



La exclusiva mansión de Beverly Hills de la pareja se llamó Pickfair.
Fue ese Paraíso deseado por todo el que quería ser alguien en aquel primigenio Hollywood, esa jungla definida según Mary y Douglas.


Eran los majaretas años veinte y, en Pickfair, se celebraban fiestas y se acordaban proyectos.
La leyenda cuenta que allí fue donde Mary subió la ceja de preocupación cuando divisó a la joven Joan Crawford acercándose a su hijastro, Douglas Fairbanks, Jr..
La Pickford sería muy poderosa, pero no pudo evitar que se casaran.


Mary y Douglas cortaban cintas de inauguración, botaban barcos y hacían entradas triunfales.
Se revelaban como los mejores flautistas de Hamelin para todo el star-system; el que los acompañaba entonces y el que vendría después.
Los Pickfair fueron los primerísimos en dejar sus huellas en el Grauman Theatre.


Douglas fue nombrado inaugural Presidente de la Academia de Hollywood y se encargó de presentar los primeros Premios de la Academia en 1929.
Fue el año decisivo. En lo más alto, Mary y Douglas sintieron la tierra temblar a sus pies.
El país se arruinaba con el derrumbe de Wall Street y se estrenaba "El Cantor de Jazz", donde Al Jolson rompió el silencio del cine para siempre.


Al año siguiente, la segunda entrega de los premios de la Academia se vestía preocupada, por la realidad económica y por el advenimiento de los talkies.


Mary Pickford inició la primera campaña de presión e influencia para ganar la estatuilla; otro procedimiento tradicional de la industria hollywoodiense, donde el matrimonio también abrió las aguas.
Efectivamente, Mary lo ganó. La película se llamaba "Coquette", completamente hablada y cuyo rodaje fue un infierno, debido a los nervios de la Pickford ante la novedad.


El público iba a escuchar su voz, bajo una técnica rudimentaria; además, aspiraba a que la audiencia la aceptase interpretando a una mujer y no a una niña.


Nada pudo evitar la ruina artística para Douglas Fairbanks y Mary Pickford, que tuvo su traducción en el colosal fracaso de "La Fiera Domada".
Douglas y Mary intentaron reciclarse para su huidizo público, pero no eran tan excitantes como los nuevos actores, que declamaban sus líneas con rapidez urbana y evitaban el histrionismo.


A la Pickford nunca se la creyeron sofisticada y madura, mientras los héroes de bigotito y espada de Fairbanks pasaban de moda.
Como primera había sido la fama de Pickfair, también pionera y ejemplar fue su decadencia.
Desaparecieron de los titulares y las marquesinas, mientras el matrimonio se deterioraba.


Las escapadas de Douglas a Europa desvelaron a Mary. Ésta le pidió finalmente la separación cuando trascendió la aventura que Fairbanks mantenía con la socialité Lady Sylvia Ashley.
En 1934, Douglas Fairbanks intervenía en su última película, "The Private Life of Don Juan", rodada y producida en Gran Bretaña.


Se retiró, pero nunca perdió la esperanza de regresar. Su frenética actividad física, obsesionado por recuperar su esbelta figura, fue determinante para el agotamiento de su corazón.
"Nunca me he sentido mejor", dijo una noche de 1939 y se echó a dormir. Jamás despertó.
Tenía 56 años.


Mary Pickford se refugió en el alcohol, adicción arrastrada por sus familiares, a quien cumplió debida herencia.
Entre tragos de infelicidad y recluida en la mansión Pickfair, encontró tiempo para casarse con el músico y actor Buddy Rogers, al que permaneció unida hasta que lo dejó viudo en 1976.


Adoptaron dos hijos, y la relación de Pickford con ellos fue durísima durante toda su vida; una mujer triste y dipsómana, incapaz de proveer amor maternal.
Se la vería por última vez aceptando un Oscar honorífico.


En la ceremonia de los dorados premios del pasado domingo, Douglas Fairbanks apareció nombrado en el discurso de Jean Dujardin, a tenor de "The Artist".
En la platea, aplaudía la alternativa posmoderna de Mary y Douglas. Nada menos que Brangelina.


La historia que nos cuenta "The Artist" está, sin duda, inspirada en la caída de Pickfair, pero se preocupa de concederle un simbólico happy ending a quienes no lo tuvieron.
Mary Pickford y Douglas Fairbanks nunca encontraron tiempo para un claqué final.


Dejaron paso, a empujones y con resignación, mientras experimentaban esa desazón que trae el instante donde se apagan focos tan deslumbradores.


Con ellos, nació gran parte de la excitación por el cine. Sin ellos, moriría también un poco.

jueves, 23 de febrero de 2012

Dolor y "Shame"


Adicción individual y disfunción familiar deciden contarse entre la explicitud y el misterio, entre la imagen y la imaginación.
"Shame" es el deber cinematográfico de la temporada, sin duda; diagnóstico contemporáneo y película quasimpecable, orquestada por el talentoso Steve McQueen.


Las noches y días de Brandon discurren bajo la sombra de un comportamiento sexual compulsivo, que se beneficia de los encuentros fortuitos, el anonimato, la oscuridad de las calles y el insomnio de los locales.
Ventajas y trampas de la gran ciudad.


Esa gran ciudad es también protagonista de "Shame". Y, del mismo modo que Brandon, se desnuda y queda en evidencia.


El lugar para escapar, para reinventarse, que aclamaba la canción "New York, New York", aparece aquí como la morada del desarraigo.
Es probable que, en una ciudad que nunca duerme, dicha vigilia sea contagiosa.


La urbe no es escapatoria en la huida de aquellos que vienen de lugares tristes, como los de ese pasado enigmático que comparten Brandon y su hermana Sissy.
Tanto para el que se acuesta con todas como para la que los ama a todos, resta una agonía perpetua y la persistente caída en el desastre.


"Shame" es un interesante ejercicio de estilo y una exquisita pieza atmosférica.
Devuelve el impacto de la sordidez sin explotarla, mientras se construye como un drama de intimidades a salvo de las cursilerías del intimismo.


Steve McQueen mide con cuidado lo que cuenta, lo que omite, lo que sugiere. No le falta una coma, no le sobra un plano.
No juzga, sino establece. No es moralista, sino moral.
Su obra está tan estudiada y minuciosamente confeccionada, que da hasta rabia. Es el trabajo de un empollón, el examen del primero de la clase.


Pero su "Shame" es igual de graciosa que el funeral de un niño.
Está claro que no es la película indicada para un mal día y dudo sinceramente de que alguien desee volver a verla.


No reside en su dureza, sino en su desesperanza.
Se asemeja a la sensación depresiva, casi armaggedónica, que provocaría el más triste cuento de Andersen.


"Shame" será cine perfecto, pero no es la película para amar, creer y llevar consigo.
Corre la vieja pregunta. ¿El cine nació para ilustrarnos tal como somos o para vernos mejores?


La respuesta no es tan fácil.
En el caso de "Shame", está íntimamente relacionado con lo que cada cual quiera creer sobre el ser humano.


Si prefiere pensar que éste es capaz de levantarse de la miseria, y su dignidad puede renovarse desde la más terrible de las vergüenzas.
O si está convencido de que el individuo es incurable y cobarde, despertado al frío y la mueca como fieles acompañantes de un callejón sin salida.


Que la Academia de Hollywood haya obviado este film por completo no debería sorprender a nadie a estas alturas.


Gran verdad que Michael Fassbender está glorioso. Su maromez, rematada por un asombroso pollón, no distrae de una interpretación tan concisa y sobrecogedora como la película que protagoniza.
Mayor verdad que Carey Mulligan está igual de bien.


Ambos componen las aristas del drama, sus caras intercambiables: la soledad y el individualismo, la belleza y la fealdad, la frialdad y la locura, el insomnio y el exceso.
Complejo e incisivo motor emocional de esta melancólica, dolorosa "Shame".

miércoles, 22 de febrero de 2012

A Solas con Ryan O'Neal


Niño bien de Hollywood, rubio corazonable de los años setenta, protagonista de un puñado de clásicos, aburrido señor de su mansión de Malibú, padre terrible.
Excelsos atributos de ese disputado emperador llamado Ryan O'Neal.


Su llamada a la gloria fue romántica y televisiva.


Se llamaba Rodney Harrington y vivía en "Peyton Place", el legendario primer culebrón de lujo, donde también nacería Mia Farrow.


Su imagen de heartthrob de las audiencias encontraría su ideal refrendo cinematográfico.


Sucedía con aquel doliente Oliver de "Love Story", que abrazaba y amaba a Ali McGraw hasta el último momento, delante de un público infartado de lacrimal.


La película, uno de los taquillazos más rotundos e inesperados de su tiempo, convirtió a Ryan en un actor inmensamente popular, que pronto pasaría a ser deseado por muchos directores.


Su estimulante físico, entre rústico y aniñado, lo hizo digno de todo furor.
A mi entender, Ryan O'Neal fue el tío más sexy de los años setenta.


Con Peter Bogdanovich, Ryan encontraría sus horas más felices.


Por un lado, una dinamita cómica llamada "What's Up, Doc?", donde se homenajeaba a la screwball comedy.
Ryan coincidía con el terremoto Barbra Streisand, y el divertimento resultante prosperó en las taquillas.


Más ambiciosa fue "Luna de Papel", tierna mirada a la Depresión, donde O'Neal era un mentecato vendedor de Biblias.
Supone, sin duda, su mejor interpretación.


Pero los laureles fueron para su hija, la espabilada Tatum O'Neal, que recibiría el Oscar a la mejor actriz de reparto.


Otra gran aventura de Ryan O'Neal de aquellos tiempos se llamó, por supuesto, "Barry Lyndon".
Se cuenta que su presencia en la obra de Stanley Kubrick fue imposición directa de la Warner Bros.


En cualquier caso, la apabullante hermosura de "Barry Lyndon" quedó por encima de la interpretación de Ryan.


Estos buenos momentos setenteros de Ryan O'Neal no terminarían sin una relación amorosa digna de todo flash.


Farrah Fawcett era la afortunada y, ante la suspicacia ajena, ellos contestaron con vigencia.
El tiempo fue such a bitch para los dos. En el caso de Ryan, de una manera desoladora.


Escaldado de sus dos matrimonios anteriores, Ryan nunca quiso casarse con Farrah, pese a llamarla repetidamente la mujer de su vida.
Vivieron veinte años de turbulencias y reconciliaciones.


Mientras él vencía a la leucemia en una ocasión, ella no tuvo tanta suerte.
Ryan le sujetaría la mano a su pobre Farrah en el lecho de cáncer y despedida.
Dijo entonces a la prensa que le pediría en matrimonio. Pero Farrah moriría antes de oír la propuesta.


Para Ryan O'Neal, ha sido imposible emular los logros de sus grandes años. La emoción por él se disipó en poco tiempo, mientras la crítica nunca ha sido benevolente.
Guapo a morir en un tiempo, tendencia a la inexpresividad siempre.


Cuando su físico empezó a marchitarse, quedó poco que hacer.
Quizá asumida la caída libre, Ryan O'Neal subsiste y no permite que lo olviden. Lo más reciente es su papel en la serie "Bones".


Pero lo O'Neal ha sido, sobre todo, condimento de escándalos y follones mediatizables.
Su mal carácter y sus brutales adicciones lo definen, y allá estuvieron sus hijos para aumentar el drama, puros espejos de los defectos de papá Ryan.


Sus hijos mayores han vivido peleados con él durante décadas.
Mientras, Redmond, único retoño con la Fawcett, arrastra una devastadora adicción a las drogas, que lo ha condenado a centros de internamiento y promesas de rehabilitación.


El asunto Redmond motivó la gran bronca de Ryan O'Neal con uno de sus hijos mayores, Griffin.
Éste, para impedir que su hermano saliese a por más drogas, lo ató a la escalera.
Cuando Ryan entró en la casa y vio a Redmond atado, fue a por su pistola e inició una violenta discusión con Griffin, que terminó en arribada policial y denuncia finalmente retirada.


En el funeral de Farrah, Ryan O'Neal divisó una bella rubia que se dirigía hacia él. Le pareció muy guapa y quiso mostrarse simpático con ella.
La bella rubia lo abrazó y le dijo:
- ¡Papá, soy yo!


Tras veinticinco años separados, Ryan y Tatum se reencontraban.
Ella confirmaba reconciliación con su padre, a golpe de entrevista y autobiografía.


Quizá supieron que, cuando todo acaba y embarga la tristeza, es necesario darse una segunda oportunidad.


Y, cuando terminan las historias de amor y odio - esas que tan bien conoce Ryan -, lo apropiado es volver a casa.